sábado, 29 de mayo de 2010

La conversión de San Pablo y su crucifixión.

La conversión:

Caravaggio nos cuenta la historia de la conversión de San Paplo de una manera completamente diferente, bajo la apariencia de lo trivial hasta el punto de ser tremendamente criticado: en primer lugar, la escena parece tener lugar en un establo. El caballo es un percherón robusto y zafio, inadecuado para el joven soldado que se supone era Saulo. Y para rematar las paradojas, el ambiente es nocturno y no el del mediodía descrito en los escritos de San Pablo. Estos recursos, que vulgarizan la apariencia de la escena, son empleados con frecuencia por Caravaggio para revelar la presencia divina en lo cotidiano, e incluso en lo banal. Estos signos de divinidad son varios: el más sutil es el vacío creado en el centro de la composición, una ausencia que da a entender otro tipo de presencia, que sería la que ha derribado al joven. Por otro lado tenemos la luz irreal y masiva que ilumina de lleno a Saulo. La mole inmensa del caballo parece venirse encima del caído, que implora con los brazos abiertos. Los ojos del muchacho están cerrados, pero su rostro no expresa temor sino que parece estar absorto en el éxtasis. Siguiendo estas claves, Caravaggio nos desvela magistralmente la presencia de la divinidad en una escena que podría ser completamente cotidiana. Siendo, como es, pareja del cuadro con la Crucifixión de San Pedro, las dimensiones elegidas son iguales para ambos, así como el tono de la composición, con idénticos sentido claustrofóbico y gama de colores.

La crucifixión:
Caravaggio ha conseguido reducir en esta pintura todos los elementos a los mínimos imprescindibles: sólo cuatro personajes, la luz está reducida a un único foco lateral, no hay espacio, ni paisaje, ni otros espectadores excepto nosotros mismos.
El óleo aparece en alto, sobre nuestras cabezas, a tamaño natural y emergiendo con gran potencia del fondo en semipenumbra de la capilla. Este ambiente dota de gran fuerza expresiva a los personajes de la escena, que se aparecen con presencia casi real. San Pedro fue martirizado mediante la crucifixión, pero el apóstol solicitó a sus verdugos que no le dieran martirio de la misma manera que a Cristo, puesto que no creía merecer ese honor. Es por ello que los verdugos le han crucificado al revés. Los tres esbirros están enfrascados en su tarea, con un absoluto desapasionamiento. Todas son figuras despersonalizadas, cuyo rostro ni siquiera podemos ver. Con gran crudeza, Caravaggio pinta los sucios pies descalzos de uno de ellos. San Pedro, sereno, anciano, mira hacia algún objeto situado fuera del marco del lienzo y que no es otro que un crucifijo ubicado en el altar que adorna el propio cuadro. Se consigue de esta manera un doble juego entre lo pictórico y lo real, reforzado por la ya mencionada verosimilitud de las figuras.

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